Por: Arq. Rodolfo R. Pou,
CEO, Quadra Group International
Lo más valioso de las bellas artes, radica en que todas, de manera soterrada o evidente, guardan enseñanzas y posturas políticas, sociales y culturales, desde donde podemos vernos proyectados y anunciados, como individuo y como comunidad.
Desde hace unos años suelo ver todo a través del lente de un dominicano en el exterior. Pero recientemente, más a través de la óptica de las mujeres de la diáspora, que desde cualquier otra óptica. Se que en parte se debe a que fui criado por mujeres. Para los que me conocen, es algo que clamo orgullosamente, cuando en ocasiones mis valores son destacados. Es ahí, en su crianza, que conocí sobre la compasión, el empeño, la sensibilidad y la perseverancia. Elementos que solo pueden pagarse hacia adelante. Por ello a veces pienso que escasean en nuestra sociedad.
Soy el resultado de los esfuerzos de esas mujeres. De unas que lograron llegar a la diáspora y de otras que nunca tuvieron la oportunidad de ello. De una madre peluquera, de una abuela en factoría, de una tía que ropas atendía y de una bisabuela que desde un ventorrillo veía lo posible, a pesar de reconocer su eventual ausencia en las dichas de aquel varón. También estuvieron las que, sin ser de sangre, me cedieron lecciones desde su batea, sus calderos y su cuido. Todas intachables. Todas indelebles.
Teniéndolas presente siempre, es que hace unos jueves atrás, reviví nuevamente los sacrificios que nutrieron con enseñanzas mi persona, gracias a una mini-serie de televisión titulada “El Gambito de la Reina”. La obra extendida de la novela del mismo nombre del autor estadounidense, Walter Tevis, la cual se basa en el mundo de ajedrez y que ingeniosamente protagoniza una doncella de facciones acentuadas y de transmisión muda que grita en voz alta, como el de las mujeres en mi vida. Allí vi como la exégeta lograba superar las dificultades del tablero y de su vida, manteniéndose adelantada a las movidas que este y esta les presentaba.
Ficción, pero real en todos los aspectos de las luchas que las mujeres libran a diario, con el fin de lograr patrimonio para la humanidad. En sus negativos, simbólicamente interpreté la gresca de todo inmigrante. Pero en especial el de las Madres de la Diáspora. «Se necesita una mujer fuerte para permanecer sola en un mundo donde la gente se conforma con cualquier cosa solo para decir que tiene algo». Como las mías.
La diáspora tiene cara de mujer. Eso me dictan las estadísticas y los relatos de las mujeres en mi vida. Aquellas que decidieron partir de su nación de origen, con sueño en mano y esperanza a cuesta, sin saber que portaban el pulcro blanco de las piezas de un tablero de ajedrez, que aun sin presentársele, estaba pendiente a su llegada.
Un entablado monocromático de llenos y vacío. De luz y tiniebla. De ofertas y oportunidades que bien pudo resultar estéril o infructuoso para aquel que aspiraba a deslizarse sobre él, ignorando las reglas de sus congruencias. O bien una tarima beneficiosa para aquellos capaces de reconocer ágilmente los cánones y su lugar en el tablero.
Las piezas que, hasta el momento de desplazarse hacia adelante, se sentían rígidas sobre las ofertas que la vida les presentaba, y ahora desde su punto de vista en un campo de normas claras, ven su posición y guardan en sus movidas, reveladas en el porvenir de otros.
El peón blanco en la posición e2 del tablero, toma dos pasos hacia adelante y se desprende de la protección que le han representado los suyos a lo largo de su vida. A la intemperie desde e4, ve otro peón acercarse de frente, con el solo interés de cerrarle el paso y posteriormente amputarle los sueños. Tranquila, está a la mira de hacia su izquierda y acepta que su propósito es la de subsistencia. Que no es a otro a quien tiene que amputar, sino remover la amenaza para dar paso a los suyos que en giuoco piano vienen detrás y de lado con Nf3. Y es ahí que las inmigrantes mujeres responden como ha de esperar. De frente y en alto, desplazándose ágil y súbitamente en passant, regla especial del ajedrez y que los recién llegados que aún desconocen de las normas del tablero, solo la aplican por instinto. Gesto que otorga a la pieza blanca iniciadora, la habilidad de capturar a otro peón que acaba de pasar a la par. Destreza innata de la mujer.
Prodigiosas introvertidas que han sabido pasar de peón a alfil. De alfil a reina. Y de ahí, a dueña del tablero. Siempre alerta. Desplazándose suave y ágilmente. Evitando el jaque. Las mujeres de la diáspora. Las edecanes. Protegiendo y abriéndole paso al hijo, al nieto, al sobrino. A su rey.