Por: David Torres
Asesor de Medios en Español de America’s Voice.
Como si fuera poca la información que a lo largo de los años las autoridades migratorias de Estados Unidos logran recabar de los inmigrantes, ahora el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) pretende rastrear el historial de nuestras redes sociales y búsquedas en internet a partir del 18 de octubre próximo.
Es curioso, pero a esta evidente táctica intimidatoria para reprimir la libertad de expresión de los inmigrantes no se le ha dado la cobertura suficiente, quizá porque no abarca —no todavía— a la totalidad del pueblo estadounidense, sino solo a los miembros de las minorías, esos “eternos condenados de la Tierra”.
Lo más siniestro del caso es que, según lo publicado casi silenciosamente por el Federal Register en la última semana de septiembre, es que los vigilados no serán solamente quienes hacen solicitud para inmigrar, sino incluso residentes permanentes y ciudadanos naturalizados. Es decir, gente que ha pasado ya por un profundo escrutinio, que abarca huellas dactilares, historial médico, revisión de antecedentes penales, pago de impuestos, además de una gran cantidad de años de espera, con los respectivos pagos correspondientes. Nada es gratis, por supuesto, en este país.
Entonces, ¿qué busca el actual gobierno con todo esto?
Las justificaciones seguramente son muchas y variadas, normal en su retórica sobre la seguridad nacional. ¿Me convierte en un potencial “indeseable” si expreso a través de Facebook mis opiniones sobre un determinado tema, ya sea político, económico, filosófico, religioso o literario que no agrade al aparato en el poder? Digamos, por ejemplo, si comento algo sobre El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo; o busco en internet Tirano Banderas, novela de Ramón María del Valle Inclán; o hago una referencia en Twitter a Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, ¿me catalogarán de “irreverente”?
O bien, si retuiteo una crítica a las antiinmigrantes políticas de la actual Casa Blanca, ¿me convierte esa libertad de ejercer mi derecho a preferir o a opinar en un “antisocial” y potencial “desestabilizador” de las instituciones?
Se suponía que eso ocurría en los países de los cuales provenimos la mayoría de los inmigrantes, con gobiernos que acosan a la ciudadanía en lugar de protegerla; donde las leyes se aplican a discreción de quienes han corrompido los sistemas judiciales, o donde por desgracia los golpes militares destrozaron la civilidad e instauraron la impunidad, mientras la vigilancia se convertía en una forma de tortura psicológica.
Desde ya, la sola mención de esa nueva política migratoria causa profunda inquietud y un poco de pena por que una cosa así ocurra en el llamado país de las libertades; nación donde, de ponerse en práctica, se nos hará pensar en qué clase de autoridad se convertirá en nuestro verdugo inquisitorial en una determinada aduana. ¿Qué criterios utilizará para determinar que un inmigrante es “un peligro” por indicar con un “me gusta” la caricatura más reciente en la que se ridiculiza al poder o el ensayo más punzante en el que se condena un acto de racismo o xenofobia?
Son tantas las preguntas que surgen de tal anuncio, que todo esto me remite a recordar aquella gran película ganadora del Oscar en 2007 titulada La vida de los otros, magistralmente dirigida por Florian Henckel von Donnersmarck, en la que un agente de la policía secreta de la ex-República Democrática Alemana, la temida Stasi, se dedica a vigilar a potenciales “disidentes”, que no son otra cosa más que gente pensante en busca de defender el derecho a ejercer sus libertades.
En efecto, vigilar la vida de los otros —nosotros— es el nuevo ataque hacia la presencia del inmigrante, sobre todo si es de color y no tiene miedo de expresar lo que piensa.
De no detener esta insania a tiempo, la pregunta será en algún momento no qué pretenden hacer de y con nosotros, sino cuándo darán el golpe final a la sociedad estadounidense en su conjunto que también interactúa con el ámbito migratorio. Inevitablemente.