No siempre se cumple al pie de la letra y, para ser honestos, las influencias aún cuentan en muchos casos. Pero cuando se trata de contratar gente para un trabajo, el ideal es encontrar a la persona con las mejores cualificaciones y habilidades para llevar a cabo la tarea.
No obstante, hubo un tiempo en el que esa no era la idea dominante: lo que importaba, en muchos casos, era a quién conocías o de quién eras pariente.
Eso no era tan cuestionable si eras el hijo de un carpintero y habías aprendido el oficio con tu padre, o si eras aprendiz de relojero, ayudante de cocina… tareas en las que quien te recomendaba era alguien que te había entrenado.
Pero en otras esferas, particularmente las más altas, sí era muy problemático.
Entre 1840 y 1859, Charles Trevelyan fue el secretario permanente del Tesoro del que todavía era el Imperio británico.
Le horrorizaban los personajes que conseguían empleo en la administración pública a pesar de no tener las capacidades necesarias. Alguna vez describió a un colega como un «caballero que realmente no sabe leer ni escribir, prácticamente un idiota«.
Por suerte, con la expansión del Imperio Británico, los encuentros con otras culturas traían conocimientos e ideas de otras partes del mundo sobre cómo podrían hacer mejor las cosas.
Y para beneplácito de Trevelyan, China tenía un remedio para su dolor de cabeza.